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La mayoría de las veces, el pueblo no obedecía a Dios. A menudo maltrataban a los profetas y a veces incluso los mataban. Una vez, metieron al profeta Jeremías en un pozo seco y lo dejaron allí para que muriera. Él se hundió en el barro del fondo del pozo. Pero entonces el rey se apiadó de él y ordenó a sus sirvientes que sacaran a Jeremías del pozo antes de que muriera.